Regla Torcida

La regla que se me presentó cuando nací fue diferente a la de los demás. Desde el mismo momento en que abrí los ojos todo iba a ser difícil, complicado y a contramano. Literalmente.
No puedo caminar de frente. Sólo puedo hacerlo de espaldas. Yo voy al revés de los demás. 
No sé por qué. Nunca hubo una explicación científica ante semejante contrariedad física. Mis padres me llevaron a ver miles de médicos para descubrir qué es lo que me pasaba, pero nunca descubrieron cuál era el problema. 
Visité traumatólogos, neurólogos, pediatras y  hasta curanderos: nunca pudieron sacar una conclusión médica exacta sobre mi enfermedad.
Ni hablar de una cura.
Los primeros años de mi infancia, mi madre se volvía loca para que pudiera caminar. Claro, en lugar de ir para un lado, necesitaba mover mis piernas hacia atrás. Nadie entendía lo que me ocurría.
El ir de espaldas, el moverme hacia atrás desde chico, logró que todo lo hiciera al revés. Todos mis movimientos son a contramano de lo que la gente hace.
Yo lucho. Siempre trato de ir para adelante, pero la inercia es muy fuerte y potente. No es la misma inercia que hace que una persona vaya hacia adelante, sino la inercia torcida. Una inercia promiscua y altanera, que no intenta enderezarme, sino complicarme.
Nadie entiende como hago para caminar al revés, para pensar al revés, para dormir al revés, todo este tiempo. Llevo treinta y cinco años haciéndolo. Ya estoy cansado y todo se me hace cada vez más complicado. 
Se me torna insoportable caminar recto y derecho por la vereda, cuando no estoy acostumbrado, cuando mi cuerpo está amoldado a caminar de otra forma. 
La gente que está alrededor mío ya ni me observa. Mis amigos me dejan ser como soy. Saben que soy diferente y me toman así. El verdadero problema lo tengo con la gente que no me conoce. Con las personas que me ven por la calle. 
- ¿No le hace mal a la salud caminar todo el tiempo para el otro lado? ¿Le deben doler los pies?, me preguntó una vez un joven asombrado por la calle.
- Si yo caminara como vos estaría todo el día dolorido, contesté.
Pero con el tiempo, con los años el problema no solo radica en caminar al revés. Todos mis movimientos están regidos por una unidad de criterio que nada tiene que ver con lo que se conoce como normal. Cuando leo el diario empiezo por la última página. Cuando veo una película la tengo que ver al revés. El final de un libro es lo primero que leo. 
Esta es la razón principal por la cual nunca intenté tener pareja. ¿Qué chica le va a prestar atención a un hombre que está siempre haciendo todo de atrás para adelante? ¿Quién va a querer estar con alguien que no puede estar yendo del principio hacia el final pero sí busca el final desesperadamente al principio? Ninguna. Por eso decidí no tratar de intimar con ninguna mujer en mi vida.
El día que empecé a trabajar en la oficina, me obligué a empezar por el comienzo y a ordenar mi cerebro. No sé cómo lo logré, pero desde hace un par de años lo hice. Me cuesta horrores, pero me obligo a tratar de hacer todo como la mayoría, aunque a veces caigo en la normalidad de mi propia regla y sigo al revés.
Pero ese lunes, todo cambió. El edificio donde funciona la oficina donde trabajo contrató una nueva recepcionista. Ese día de marzo, al ver a Claudia, no pude resistir. Y avancé.
- Hola. ¿Cómo andás?, dije
- Bien, ¿y vos?, contestó ella con una sonrisa esplendorosa.
- Yo muy bien. Pero ahora que hablo con vos, creo que estoy mejor, lancé casi sin registrar lo que había dicho.
- Muchas gracias. Sos muy amable, respondió justo antes de que sonara el teléfono que ella tenía que atender. 
Entonces me fui a mi box y la dejé trabajando. En ese momento noté que había roto con un maleficio. Le había hablado a una mujer librado de cualquier pensamiento sobre mis movimientos. 
Claudia me cambió la vida. Al verla ese lunes supe que algo en mi cerebro había cambiado. Que mi constante problema de movilizarme hacia atrás estaba teniendo un respiro. Cuando pensaba en ella, todo lo que antes estaba al revés, ahora empezaba a ponerse derecho.
Ya no tenía que hacer un esfuerzo descomunal para levantarme, lavarme los dientes, leer el diario, cambiar de canal con el control remoto, subir al colectivo, entrar en el subte. 
Todas las tareas cotidianas que hace una persona, antes de conocer a Claudia, siempre me costaron más que a cualquier ser vivo.
Parecía que mi problema se había esfumado. 
Con solo verla, mi cerebro cambiaba la regla torcida: iba al derecho y no más al revés.
Un martes, luego de unos días de experimentar estas nuevas sensaciones, me la crucé en la línea B del subte. No tan abarrotado de gente como otros días, yo estaba fundido en mis pensamientos hacia ella, cuando de golpe, apareció en primer plano.
- Hola Emiliano. Qué raro encontrarte por acá a esta hora, dijo con su vocecita.
Sí. Es que era extraño estar en ese vagón. Justo había tenido que realizar unos trámites antes de entrar a trabajar, y de casualidad tuve que tomar en la estación Carlos Gardel, aquella línea. Era raro, pero nada es casual.
- Una linda casualidad, respondí.
Durante las tres o cuatro estaciones en las que compartimos el viaje, ella me contaba que se sentía muy cómoda en el trabajo. Que la hacían pasar el tiempo bien, que en el último empleo que había tenido sus compañeros no eran tan buenos como los nuevos que ella tenía.
- Si salís a las 6 te invito a tomar un café, dije antes que pudiera pensar la frase.
Por unos segundos creí que no iba a responder nada. Que todo iba a volver a la normalidad y que me iba a rechazar. Que otra vez iba a tener que pensar en por qué hago todo al revés, de por qué empiezo por el final, de por qué camino de espaldas, de por qué mi cerebro tiene que actuar como una imagen en negativo.
Esos instantes, breves segundos antes de su respuesta, fueron eternos. Esa casualidad de encontrarme fortuitamente con ella en ese vagón, sin que hubiera nadie, sin proponerlo, ni pensarlo, me ponía en un punto de no retorno.
Lo que le había propuesto era mi cura o mi condena. Ella era mi medicina. Si aceptaba, mi cerebro iba a pensar tanto en ella, en su cercanía, en su compañía, que todo se iba a enderezar de una buena vez. Si no lo hacía, era el principio del fin. Todo iba a volver a ser como hace unos días. El martirio de vivir al revés, de caminar de espaldas, de ir en contra de la normalidad cerebral.
- Bueno, pero te aviso que prefiero el capuccino al café con leche, respondió y sonrió.
Una nueva vida comenzaba. La regla que se me presentó cuando nací, cambió. La alteré. Mi cura fue ella y ahora ya no voy más a contramano.

Vapor Invasor

Nunca creí que los eventos se iban a desarrollar tan rápidamente. Pero sucedieron al fin y al cabo, quizás con demasiada velocidad. Es más, debo decir que soy uno de los pocos que vio cómo ocurrió todo. La invasión se expandió como un virus. Cómo un ataque sorpresa. Y nadie puro pararla. Esta es una historia donde no hay culpables. Donde todos terminamos prisioneros. Esta es la crónica de la invasión.
Vivo en Rauch, a 300 kilómetros de la Capital Federal, donde todo es tranquilo y parsimonioso. La vida, la gente, el tránsito, la ciudad. Todo se hace a un ritmo distinto al de las capitales.
El 23 de octubre de 2015 a las ocho de la noche, una lluvia torrencial se desató sobre la ciudad. Estaba cenando en mi casa una sopa caliente, ya que hacía unos días que una fuerte gripe me tenía a maltraer. De golpe escuché un estruendo parecido a cuando una roca impacta desde la altura contra el suelo. Corrí al patio y caminé unos pocos pasos hasta que encontré un pozo de unos 15 metros de diámetro.
En el centro del agujero había un aparato extraño. Era una esfera de un material que se asemejaba al metal. Repentinamente, se partió a la mitad, y de su interior se elevó lentamente un vapor denso y blanco que poco a poco fue cubriendo todo el lugar. Me alejé todo lo que pude y corrí hasta mi casa.
La primera sensación fue de estupor. No sabía que hacer. Entonces decidí escapar. Tomé mi billetera, las llaves de mi camioneta y mi celular. Me subí a mi Ford F100 modelo 95' y aceleré todo lo que pude.
Aquel vapor se hacía cada vez más espeso y se expandía por toda la avenida, entre las gotas cada vez más gruesas de aquella lluvia torrencial. Recordé, sin proponérmelo, mi fanatismo por ciertas películas e historias de ciencia ficción. Me vinieron a la cabeza, en forma de video clip, imágenes de películas como La Niebla, La invasión de los usurpadores de cuerpos o El pueblo de los Malditos, donde en casi todas, un poblado de reducida capacidad demográfica es atacado por extraterrestres de formas diferentes. También se confundieron en mi mente las viñetas de la historieta argentina El Eternauta, en la que Buenos Aires sufría una cruenta invasión de seres de otro planeta. Parecía estar viviendo algo parecido a estas historias.
El resfrío no me dejaba respirar muy bien. La tos imparable era cada vez más ruidosa y mocosa. Mientras manejaba hacia la ciudad, el pueblo estaba preso de la inmovilidad absoluta. El denso vapor se iba adueñando de las calles, del paisaje y de la gente. Cada minuto que pasaba más hombres y mujeres quedaban paralizados sin explicación. El humo se les introducía en su cuerpo y los transformaba en estatuas vivientes. No tenían reflejos. No se movían. Ni siquiera parpadeaban.
Frené justo frente al Banco Nación. Entré al bar que está en la esquina y busqué a mi hermana, que trabajaba ahí.
- Julia, tenemos que irnos de acá. Hay que escapar a otro lugar ahora, grité.
- Pero Rodolfo, ¿te volviste loco?, preguntó ella.
- No estoy loco, nos están atacando. Cayó algo del cielo que es imposible de describir. La gente se está quedando inmóvil por la calle. Hay que irnos de la ciudad ya, dije.
- Dejáte de hinchar hermano, reprochó.
Entonces por debajo de la puerta del bar el vapor circuló hacia adentro sin freno. Las pocas personas que estaban tomando algo se quedaron congeladas. En breves segundos, el lugar se cubrió casi en su totalidad con aquel espeso humo. Corrí con mi hermana hacia la puerta lateral, para salir a la calle. El vapor nos perseguía, pero no nos llegaba a alcanzar.
En instantes la Avenida San Martín quedó completamente anulada por el humo. Con nuestras remeras nos tapamos la nariz y aguantamos la respiración. Entramos en la camioneta y arranqué. A gran velocidad, logré llegar al limite de la ciudad. Frené y volteé mi cabeza para entender algo más de la locura que estaba viviendo.
Entonces comprendí que Rauch se estaba transformado en un pueblo inmóvil. La gente que caminaba por la calle se había paralizado por el vapor invasor.
- No entiendo nada, ¿qué pasa Rodolfo?, preguntó desesperada Julia.
- Nos están inmovilizando. Son extraterrestres Julia. Yo vi el aparato que tienen de donde sale esa niebla. Hay que seguir escapando, agregué.
La camioneta circulaba a una velocidad inusitada para ella. Al acelerador lo hundí hasta el fondo. El camino estaba despejado de automóviles y de bruma. No había rastros de aquel vapor intoxicante.
Circulé por la Ruta 30, que une a Rauch con la ciudad de Las Flores, para dejar atrás aquella pesadilla y también para tratar de encontrar alguna respuesta. La lluvia era incesante y yo no paraba de toser.
Desde que era chico siempre tuve la condena de sufrir incansablemente de tos crónica. Las gripes fuertes se me manifestaban generalmente en épocas húmedas. Se me tapaba la nariz y tosía sin parar. Ese día no era la excepción.
Mientras más nos alejábamos con la camioneta, notábamos que el vapor inundaba sin contemplaciones a Rauch. Cuando estábamos bastante lejos de la ciudad todavía se notaba la espesa y gruesa niebla que cubría a todas las casas, las calles y la vegetación del lugar. El pueblo entero había quedado aprisionado en esa cárcel humeante. Todos nuestros amigos, compañeros de trabajo y vecinos se habían transformado en estatuas de aquella intoxicante nube extraterrestre.
Luego de unos ochenta kilómetros de recorrido, se me presentó un dilema, justo en la bifurcación del camino de la ruta 30 con la ruta 3. Allí tenía la posibilidad de seguir por esta última o bien para el sur, camino a Bahía Blanca, o para el norte, con dirección a Buenos Aires. Elegí esta opción. El horizonte parecía bastante despejado y sólo se veían nubes comunes. No parecía haber rastros de la niebla temida.
Frené para cargar combustible en una estación de servicio ubicada al borde de la entrada a Las Flores. El aire estaba limpio y ya había dejado de llover. Podía sentir al oxígeno entrando en mis pulmones, a pesar de mis limitaciones para respirar. En el bar de la estación había poca gente. Ninguna de esas personas se imaginaba lo que pasaba. La calma pueblerina se percibía claramente. Esa calma que dicen algunos siempre antecede a un desastre.
Después de haber llenado el tanque, encendí el motor. Transité diez metros por la ruta y sentí un fuerte zumbido que venía del cielo. Frené el vehículo y bajamos. Entonces fuimos testigos de una destrucción colosal.
Una nueva esfera impactó violentamente contra aquella estación de servicio, generando una explosión de grandes dimensiones. En pocos segundos el aparato alienígena comenzó su proceso de control del área circundante. El vapor flotó incansablemente por la atmósfera de Las Flores y se dirigió peligrosamente a nosotros.
Volvimos a entrar a mi camioneta y nos escapamos raudamente. El haber observado con privilegio este ataque me hizo comprender, entonces, la mecánica que los invasores tenían para dominarnos. Ellos lanzaban la esfera directamente al centro del poblado. Luego el aparato se abría a la mitad. De adentro brotaba el vapor, que comenzaba a circular por toda la extensión del lugar, logrando crear una especie de cárcel virtual para sus habitantes, quienes quedaban completamente inmovilizados. Fuera del perímetro del área atacada, el vapor no continuaba con su curso.
La situación era escalofriante. Si nos quedábamos en alguna ciudad donde ese humo blanco hubiera invadido todo, éramos presa de caza de aquella neblina maldita, que se nos iba a filtrar en nuestro cuerpo como un parásito. Para peor, la falta de información era torturante. No teníamos ni idea qué ocurría en otros lugares. La radio no funcionaba y sólo emitía estática. El celular no tenía señal. No sabíamos si aquellas personas sin movilidad por el ataque se morían o desaparecían.
Seguimos transitando los poco más de cien kilómetros que nos faltaban para llegar a Buenos Aires a toda velocidad. De no ser por algún camión que cada tanto venía por el lado contrario, éramos los únicos que estábamos pisando aquel camino.
Casi al llegar a la ciudad de San Miguel del Monte, la situación se terminó de complicar. Recosté la F100 al costado de la banquina. Era imposible creer lo que estaba ocurriendo. Julia bajó de la camioneta y yo me quedé paralizado con el volante entre mis manos.
Una nave, se aproximó lentamente al pueblo. El aparato sobrevoló unos diez segundos la zona y frenó, justo en el centro de la ciudad. La pared de vapor lo rodeaba todo. Nuestra posición para observar la devastadora situación era inmejorable. De pronto, se abrió una puerta circular del centro de la gran nave. Entonces esa abertura escupió una tenue luz rosa, la cual se expandió por todo el lugar. En cinco minutos la población fue abducida por aquel objeto volador. Luego, la nave cerró su compuerta redonda y lentamente ascendió a la estratósfera.
Creí que todo era una oscura pesadilla de ciencia ficción. La realidad no podía mostrarse tan inverosímil. Por un instante pensé en retroceder. Pero era inútil. Otras naves espaciales estarían atacando a Tandil, Las Flores y Rauch, como lo estaban haciendo con San Miguel del Monte. Imaginaba también que una gran nave estaba provocando la misma destrucción en Buenos Aires.
- No podemos volver para atrás. Tenemos que seguir adelante, con la esperanza de que ya no vuelvan más, argumenté.
- Si hermano. Hagamos lo que vos digas, respondió Julia en voz baja y con los ojos llorosos.
Entonces, tomé el volante con la misma fuerza de antes, pisé una vez más el acelerador a fondo y me dirigí en línea recta a aquella pared virtual que rodeaba a San Miguel del Monte.
Al atravesar el muro ficticio, noté que la niebla se escurría velozmente por las hendijas de las ventanillas de mi camioneta. Julia aguantó la respiración todo lo que pudo. Mi vehículo circulaba a más de 120 kilómetros por hora a través de la ruta. Aquel parásito invasor seguía introduciéndose sin freno dentro de la camioneta. Y Julia no aguantó más. Al tomar una gran bocanada de aire, quedó inmóvil. Frené y desesperado traté de reanimarla. Le pegué, le grité, la moví. Nada. No logré despertarla de ese trance. Ella había sido paralizada por el invasor.
Ese resfrío que me perseguía desde siempre fue mi salvación. Gracias a él, el vapor no lograba dominarme. Era el único hombre que tenía movilidad en una ciudad sacudida por la barbarie extraterrestre. Sabía que si el invasor mantenía aquella prisión de humo, era porque otra nave iba a aproximarse en cualquier momento. No tenía mucho más tiempo.
Entonces salí definitivamente de la camioneta. Corrí por la calle buscando algún refugio. Parecía que el tiempo se había detenido: los pocos habitantes que había, estaban congelados. Observé un depósito que estaba abandonado y con una de sus puertas sin llave. Entré en aquel galpón. Había una diminuta oficina con un cuaderno de anotaciones, un teléfono y una computadora bastante vieja. Tomé una birome del escritorio y aquel anotador, y comencé a escribir esta crónica.
No sé si alguien va a leer esto alguna vez. Seguramente cuando lo haga yo ya no estaré más aquí. Mi intención es dejar un registro escrito de lo que ocurrió. Explicar que nadie tuvo la culpa de la invasión. Que todo sucedió en forma repentina y sin aviso. Que todos fuimos presos de ese inmundo vapor. Siento que mis piernas ya no se mueven. Mi resfrío está cediendo. El humo está lentamente entrando en mis pulmones. Casi no puedo mover mis manos. Ya soy prisionero del vapor invasor.
Miércoles 18 de Junio de 2025. Informe Clasificado 1.555/25 del Ministerio de Defensa de la República Argentina. Comisión de Seguimiento Histórico de la Guerra contra El Alienígena. Fojas 1.Transcripción literal del manuscrito encontrado en el área donde se produjo el primer ataque extraterrestre que tuvo el país. Se desconoce el apellido del autor, y sólo se sabe que su nombre de pila era Rodolfo. A través del escrito se comprobó fehacientemente cómo operaron los invasores, antes de que se desatara la primera batalla, y cómo se los podía enfrentar. No hubo sobrevivientes en aquella zona.

La casona de la Calle Armenia

La casa era enorme. Era más bien una casona de estilo italiano. Tenía tres dormitorios en el primer piso y un baño de dimensiones importantes. Un pequeño altillo, justo por encima de una de las habitaciones se vislumbraba desde el pasillo que daba a la escalera circular. En la planta baja, el living, inmenso, espacioso y delicado, estaba unido a través de una arcada revestida de madera con el comedor, en donde con comodidad podían ser agasajadas más de treinta personas. La cocina, pegada al patio y separada por una puerta del comedor, mantenía los rasgos antiguos de la casa, casi como si hubiera sido construida hace cinco minutos. El pequeño parque, con un césped cortado a la perfección, era ideal para disfrutar alguna que otra tarde de primavera. Bien al fondo de aquel lugar había un galpón. Todos los pisos de los ambientes eran de pinotea. Los pasillos y los escalones de la escalera tenían un mármol beige que parecía recién pulido. Las paredes mantenían el empapelado viejo, de color celeste con ribetes dorados, y la pintura de los techos y las habitaciones era de un perfecto blanco. Todo estaba radiante y brillante.
Nunca nadie había hecho una sola reforma en aquella propiedad. Hacía más de cien años que la casona estaba incólume en la calle Armenia, casi en la esquina de Güemes. En la primera década del siglo pasado había sido construida por un tal Amancio Testa. Cuando la familia Anselmi se mudó a aquella gran casa creyó que había tocado el cielo con las manos.
El padre de la familia, Ricardo, trabajaba como gerente de producción en la empresa Clerelis, una centenaria productora de alimentos, que estaba catalogada como una de las industrias argentinas que más facturaban por año. Su posición económica era inmejorable.
Su mujer siempre fue ama de casa. Mirta dedicó toda su vida a criar a Lautaro y Rodrigo, sus dos hijos gemelos y de 12 años. Malcriados y algo curiosos, eso sí. Los Anselmi habían decidido mudarse del departamento que alquilaban en Villa Urquiza, cuando Ricardo despegó en su trabajo. El sueño de la casa propia fue una realidad cuando se toparon con aquella imponente casona. La casa tenía un precio tentador. Valía unos 50 mil dólares, casi un ciento cincuenta por ciento menos de lo que podían costar otras propiedades en esa zona. Al principio dudaban de que fuera verdad. Pensaban que el lugar se caía a pedazos. Cuando entraron por primera vez se dieron cuenta que su búsqueda había terminado.
- Pero los muebles, ¿están incluidos en el precio que nos había cotizado señor Rodríguez?, preguntó con una sonrisa ancha Mirta.
- Si señora Anselmi, creí que le había dicho eso. Todos los muebles, y lo que haya dentro de la casa es suyo. La familia que vivía antes dejó algunas cosas, que no le interesaba llevar. Hace un mes aproximadamente, que se fueron de acá, respondió Rodríguez.
- ¿Esta casa la arreglaron recién, no?, interrogó la mujer.
- No. Sólo se la limpia. Como usted puede apreciar, todo está en condiciones inmejorables, retrucó el vendedor.
- Nunca vi un hogar tan impecable, siendo tan viejo y antiguo, comentó Mirta.
- Nuestros empleados son muy buenos limpiando, dijo Rodríguez.
El viernes 1 de diciembre se mudaron. Felices, relajados y excitados. Así se sentían todos en ese nuevo lugar, en ese nuevo barrio. Palermo es un barrio repleto de vida propia. Parece que sus calles respiran, que las casas disfrutan de estar allí construidas. Y esa casa estaba en el centro de Palermo.
Los primeros días se fueron acomodando de a poco. Cada uno ordenó su habitación. Tenían tanto espacio que utilizaban tres cuartos, uno para la pareja y los otros dos para los gemelos. Despacio, sin apurarse, disfrutaban su nuevo hogar como nunca lo habían hecho antes.
Unos días después de mudarse Mirta tuvo que llevar a Rodrigo al médico por un golpe que tenía en el pie. Se había lastimado jugando al fútbol. Nada importante. Lautaro quedó solo en la casa. Entonces aprovechó y empezó a curiosear todo. Es que no había tenido mucho tiempo para hacerlo. Hacía poco que estaban viviendo allí y él estaba de vacaciones. El tiempo libre le sobraba. Fue al patio y entró en el galpón del fondo. Revolvió cosas viejas, pelotas de trapo agolpadas en un rincón y herramientas de otros habitantes que habían quedado olvidadas. No encontró nada distinto de lo que se puede hallar en un galpón.
Entonces corrió a la casa y fue directo al altillo. Para poder subir, descolgó una pequeña escalera que asomaba desde la portezuela del altillo. Muy lentamente subió escalón, tras escalón. Ingresó sigilosamente su flaco cuerpo en la húmeda habitación. Se notaba que nadie había limpiado nunca allí. Parecía que ese cuarto era parte de otro hogar y no de esa casona tan limpia, acogedora y confortable.
Lautaro se aproximó a un baúl antiguo que estaba cerrado, pero sin llave. El ambiente estaba despoblado. Sólo se veía a ese mueble. Lautaro lo abrió. Encontró marcos de cuadros vacíos y unos cuantos retratos pintados a la perfección. El nene vio a decenas de personas posando de diferente forma.
Los dibujos, en blanco y negro, eran tan perfectos que parecían fotografías recién sacadas. Había nenes con sus padres; parejas solas; familias numerosas con ancianos, bebés y sirvientes; bebés durmiendo en cunas. Lo que más le llamaba la atención era la forma en la que estaban pintados aquellas obras: todos vestían prendas similares. Como si hubieran sido retratados alrededor del 1900 y todos al mismo tiempo. Las señoras usaban polleras largas, camisas con cuello largo bien oscuros, peinados altos y abultados. Los hombres vestían trajes impecables, con bastón, capa y sombrero. A los nenes se los veía con bermudas y camisas estilo marinero y a las nenas con vestidos blancos.
Lautaro sacó todo lo que estaba guardado en ese baúl. Como por arte de magia y repentinamente dentro de uno de los marcos se materializó una lámina vacía, mientras Lautaro lo sostenía. El adolescente tiró el cuadro al piso preso de un ataque de susto. Él ya no se podía mover. Lentamente y como si un imán lo atrajera, el cuadro lo tragó literalmente. El chico se esfumó por completo. Su cuerpo quedó aprisionado para siempre en aquel retrato. Su ropa se transformó en un traje de marinerito con bermudas, boina y camisa. Su jean azul, las zapatillas y la chomba que solía vestir, desaparecieron por completo. Pero al cuadro le faltaba algo. Estaba incompleto. Sólo mostraba a Lautaro parado junto a dos sillas vacías, delante de un fondo oscuro. A la obra le faltaba más gente. Los demás Anselmi.
A Mirta le pareció raro que Lautaro no estuviera esperándola, cuando llegó a su casa con Rodrigo.
-¡Lautaro!, ¿dónde estás? ¡Hijo no hagas lío!, ¡Lautaro!, llamó Mirta.
- Parece que no está mami, dijo Rodrigo.
La desesperación de esa madre estaba comenzando. Luego de buscar inútilmente por casi toda la casa, tomó el teléfono para llamar a su marido. Entonces Rodrigo nombró el ambiente olvidado.
-Mamá, no fuimos al altillo que está arriba, sugirió.
Y fueron hasta allí sin dudar. Mirta descolgó la escalera, y mientras iba subiendo los diminutos escalones, le ordenó a Rodrigo que se quedara abajo. La señora Anselmi sintió el húmedo y frío ambiente del altillo. Caminó por el crujiente piso de madera vieja, y observó en el centro del cuarto al baúl cerrado. Se aproximó a él. Lo abrió. Allí estaba el cuadro donde Lautaro había quedado atrapado. Inmóvil, su hijo estaba retratado ahí. Mirta no lo podía creer. Tiró el cuadro al suelo y amagó con correr hacia la escalera, pero algo se lo impidió. Una fuerza sobrenatural la lanzó hacia atrás. En pocos segundos un haz de luz enceguecedora la envolvió y la hizo desaparecer. El cuadro ya estaba algo más completo. Mirta vestida con una pollera y una camisa con cuello alto, estaba sentada en una silla posando para la "foto". A Lautaro se lo veía parado bien firme al lado de su madre.
Rodrigo seguía abajo. Había hecho caso a la orden materna y no había subido. Hasta que escuchó un extraño ruido que provenía del altillo. Entonces, el joven decidió subir. El resultado fue el mismo que para su madre y su hermano. Rodrigo apareció dentro del mágico cuadro. Sólo faltaba completar una silla. Ricardo Anselmi era el próximo retratado.
Cuando Ricardo llegó a su hogar notó que todo estaba más nuevo. Las paredes parecían recién pintadas, los muebles se mostraban con un lustre brilloso e intenso y los pisos de una madera que incluso olía a barniz.
- Qué raro. ¿Tan nuevo estaba el piso?, reflexionó Ricardo.
Notó los chicos y su mujer no estaban ni en sus habitaciones ni en la cocina. Pero creyó que habían salido a dar una vuelta. Siempre lo hacían. El sol recién se ponía a las ocho y todavía a las siete se podía aprovechar tranquilamente lo que quedaba del día.
Ricardo fue a la cocina. Preparó un café con leche y unas tostadas. Merendó mientras miraba algo de televisión. Alrededor de las ocho y media comenzó a preocuparse. Tomó el teléfono y marcó el celular de Mirta. El ringtone sonó estruendosamente en el primer piso.
- Tiene su celular acá, exclamó Anselmi. Fue para el patio, luego buscó algún rastro en el living, en el baño de abajo. Nada. Nadie estaba por ahí. Subió a la planta alta. Entró en cada una de las habitaciones. Pero nada. Y entonces descubrió que el celular tampoco estaba en su cuarto. Otra vez tomó su teléfono y llamó. El sonido provenía de más arriba. Del altillo. El hombre descolgó la escalera mientras el ringtone sonaba sin parar. Paso a paso ingresó en el ambiente y descubrió el aparato tirado en el piso junto al baúl. Como una suerte de círculo infinito Ricardo reiteró el proceso que realizaron su mujer y sus hijos. Abrió aquel mueble antiguo, encontró aquellos cuadros viejos y se topó con el retrato vivo de Lautaro, Rodrigo, Mirta y la silla vacía. Sus piernas quedaron fijas al suelo. Sus manos se aferraron a ese marco sin siquiera poder lanzarlo hacia un costado. Ricardo quedó sin reacción.
Otra vez aquella luz. Otra vez aquella mano invisible que sale del cuadro. Otra vez ese agujero negro que parece ser ese retrato. Y la silla se completó con la forma de Ricardo Anselmi. El cuadro ya estaba completo. "Familia Anselmi", decía un epígrafe en el costado del marco. Entonces la casa respiró. Esa juventud, esos nuevos habitantes eran su alimento. Su alma se iba nutriendo de familias, de gente, de hombres, mujeres y nenes. Su espíritu estaba intacto desde el primer día que esa casona se construyó alrededor de 1900. En total, dentro del baúl había cuarenta cuadros. Más de ciento cincuenta habitantes tuvo esa casa. Personas que para siempre iban a ser testigos de otras que abrieran aquel baúl en el futuro, cuando el vendedor Rodríguez los convenciera. La casona de la calle Armenia seguía intacta. Como si la hubieran construido hoy.

Agotado

Agotado. Me sentía sensiblemente agotado. No sé si por la época del año, o porque hacía tanto tiempo que trabajaba parado, pero estaba exhausto. Los músculos entumecidos de mis piernas ya casi no me respondían.
Mi nombre es Rodrigo Vernaci. Tengo 35 años y vivo solo en un departamento de dos ambientes que alquilo, bien ubicado, cerca del trabajo y en pleno microcentro.
Nueve horas diarias, de lunes a sábado, cocino en una parrilla de mala muerte. “La esquina del vacío”, se llama inteligentemente y está ubicada en la calle Lavalle, la peatonal más multitudinaria, ruidosa y sucia de Buenos Aires.
Ese miércoles mi turno terminó a las siete. Como nunca antes, el hambre se apoderó vorazmente de mi, así que camino a mi casa, paré en un kiosco y compré un alfajor.
Al llegar, saqué el alfajor del bolso. Fui a la cocina y vertí agua en la pava para preparar unos mates. Alguien pareció haber murmurado cierta frase. Giré mi cabeza a la derecha para escuchar atento aquel susurro. Solo sentí silencio.
Mientras volcaba la yerba en el mate, oí la frase concisa, clara y transparente: “La batalla final está cerca”. El alfajor que descansaba en la mesada la había balbuceado. No tenía dudas. Abrí su envoltorio. Coloqué su cuerpo cubierto de chocolate junto a mi oreja. Nada. Ni una sola palabra. “O estoy muy cansado o me estoy volviendo loco, pero este alfajor me habló”, pensé. Y en dos bocados deglutí la golosina.
La primavera hacía sentir ya el primer calor sofocante del año. El sol, a eso de las ocho de la noche, todavía se filtraba por los pocos huecos de la persiana de mi habitación. Desde la cama, tomé el teléfono y pedí un pollo al horno. No tenía ganas de cocinar después de haber estado al lado de una parrilla todo el maldito día.
A los veinte minutos el delivery me trajo el pedido. Coloqué la comida en la mesa. Iba a empezar a cortar el suculento pollo, pero mis ojos se cerraban. No podía luchar contra tamaña somnolencia. Dejé la mesa así, y caí abrumado por el infinito agotamiento. El sueño me atrapó sin contemplación.
Al día siguiente me desperté con una sensación rara. En el ambiente todavía se sentía el aroma penetrante del pollo al horno. Me acerqué, bastante dormido y en pijama, a la cocina. En una bizarra imagen, el ex plumado caminaba por la mesada. “Debo estar alucinando”, dije en voz alta.
A los dos segundos, el pollo me atacó sin piedad con los cuchillos que uno a uno fue sacando de un cajón y lanzando hacia mi cuerpo. Como pude, me agaché para gambetear lo que volaba por el aire, hasta llegar al living. Recordé que al lado de la estufa tengo una vara de hierro, esas que sirven para remover el carbón del hogar. Entonces, tomé coraje y con todas mis fuerzas, me abalancé sobre mi enemigo, lo golpeé con aquella vara y lo hice volar por la ventana.
Salí al pasillo y por la escalera del edificio rodaron, desde los pisos de más arriba, centenares de cebollas quienes se estampaban con un impulso inusitado contra la pared. El olor ácido que reinaba en el ambiente, provocó que de mis ojos fluyera una catarata de lágrimas sin control.
Corrí por la escalera de servicio como pude, descalzo y en pijama. El malestar permanente por el ataque de las cebollas, y las lastimaduras que me dejó el pollo desquiciado, no lograron frenar mi escape.
Salí a la vereda y parecía que la gente se había evaporado. La cuadra estaba vacía. Me paré en el medio de la calle. Giré mi cabeza para la derecha. Nadie. Hacia la izquierda. Tampoco. Me pellizqué para certificar que estuviera despierto y me dolió. Entonces sentí un golpe fuerte en la cabeza. Otro. Y otro. Como una tormenta irreal, tenedores, cuchillos y cucharas caían de a miles sobre la ciudad e impactaban como misiles sobre autos, chapas y techos.
Me resguardé en un techo de tejas. A los cinco minutos paró la extraña y salvaje lluvia. El sol salió más firme e intenso. No sabía que hacer. Estaba desconcertado. Caminé sin rumbo fijo por el centro de Buenos Aires. Y entonces, comprobé que los porteños que andaban por las calles, se estaban protegiendo de algo. Noté que varias personas se agolpaban, como en una barricada de guerra, entre las mesas de los bares de la calle Lavalle. Todo parecía el escenario de una batalla entre los alimentos y los hombres. Centenares de churrascos caminantes le lanzaban piedras a la gente. Como ruedas sin control decenas de hamburguesas doble carne se lanzaban a extrema velocidad contra el que pasara por la puerta de las casas de comidas rápidas.
Mientras esquivaba las esquirlas masticables de la comida enfurecida, me encontré sin querer a una cuadra de la parrilla donde trabajo. Agachado, gambeteando pedazos de vacíos que volaban por doquier y sorteando a los chorizos y las morcillas que como balas se autodisparaban hacia los peatones incrédulos, escuché un fuerte silbido. Era una chicharra que no paraba de sonar. Cuanto más me acercaba al local, su volumen aumentaba.
Dentro de la parrilla no quedaba nadie. No estaban ni mis compañeros, ni el dueño, y los clientes habían huido seguramente espantados. La sirena se tornaba insoportable. Tapé mis oídos con las manos para atenuar aquel molesto ruido. El sonido punzante indudablemente venía de este lugar. Cuando más me acercaba al refrigerador, el ruido era más fuerte. Abrí la puerta de la cámara. Una luz brillante me cegó.
En forma instantánea el silbido se apagó. En el medio de aquella heladera flotaba una esfera de color celeste, que brillaba en toda su circunferencia. El color tan brillante que emanaba esa especie de globo aerostático en miniatura, podía hipnotizar a cualquiera. “La última batalla está llegando. Esto no es nada comparado con lo que viene. Preparáte”, ordenó con una voz latosa ese extravagante aparato.
De golpe, la luz hipnotizante inundó todo lo que me rodeaba. Y ese sonido volvió con más fuerza que antes. Ya no pude resistir más. Todo se fundió a negro.
Hoy desperté con un terrible dolor de cabeza. Abrí los ojos y estaba otra vez en mi casa. “Qué pesadilla increíble”, dije en voz alta, mientras me sentaba al borde de la cama. El sueño había sido de tal precisión que era poderosamente creíble. Todavía retumbaba en mis oídos aquel chirrido espantoso. Por eso, me senté frente a la computadora para narrar esta historia. Como un cuento onírico. Como un sueño demasiado detallista. Como una pesadilla agotadora.

El final

El día que Juan vio el fin de los tiempos, dudó. No sabía si estaba siendo testigo de una guerra, de un acontecimiento natural o de un accidente. No había pensamiento alguno que pudiera objetar lo que él había observado. Nadie vivía, sólo él respiraba.
Juan nació en 1945, en una Buenos Aires donde todo parecía ser en blanco y negro. Juan tenía un don. Un poder inexplicable y tentador. Algo que nació con él y con nadie más. Con solo pensarlo, podía viajar en el tiempo y en el espacio.
A los siete años Juan experimentó por primera vez el futuro. En una fracción de segundo se trasladó de una aburrida clase de castellano, a su casa para juguetear con su perro. Sin darse cuenta había salteado un par de horas de su vida.
Juan vislumbró al futuro como una opción posible. Empezó a hacer viajes cortos y superfluos, sin que nadie lo advirtiera: se ahorraba el viaje en colectivo, no caminaba para comprar en el almacén. Para Juan el presente fue pasado.
La lectura era su mejor esparcimiento. Se la pasaba consumiendo historietas de la revista Hora Cero, y libros de ciencia ficción y de historias futuristas y apocalípticas como 1984 de George Orwell, Un Mundo Feliz de Aldous Huxley o las obras de H. G Wells.
Un frío lunes de invierno de 1959, Juan agarró un bolso y decidió irse. En él puso toda la colección de historietas y de libros que tenía. Me voy vieja, no puedo estar acá, no soporto más estar en el presente, quiero conocer el futuro, le dijo a la madre. Se abrazaron para nunca volver a hacerlo. Su madre no se opuso. Sólo lloró. Juan pensó en 2001. Y allí fue.
Los años saltados no le pesaban, ni le molestaban. El era un adolescente de la década del 50, pero en el inicio del Siglo XXI. Descubrió un mundo novedoso, donde las comunicaciones eran instantáneas y los medios de transportes eran modernos. Pero no tanto como él creía. No hay autos voladores ni cohetes por todos lados, musitó Juan mientras caminaba por el centro de Buenos Aires.
Juan recorrió las calles porteñas. Escuchó los insultos de los taxistas, se aturdió con las bocinas de los colectivos, y se levantó cada vez que la muchedumbre agitada lo tiraba a la vereda en plena peatonal Lavalle. Qué futuro mediocre, esto no es lo que yo quiero, susurró Juan. Entonces pensó en cien años más. Y allí fue.
Año 2101. La 9 de julio es una avenida donde no hay autos. La gente brota de los edificios espejados y casi tan altos como las nubes, para deambular como hormigas por las actuales peatonales. Cerca de los últimos pisos de los rascacielos, Juan pudo apreciar decenas de autos voladores que circulaban sin necesidad de apoyarse en calles o autopistas. La gente no se despegaba nunca de un aparato que tenían pegado a la oreja y hablaban sin parar. El bullicio era constante.
Juan notó que todavía había kioscos de revistas. Frenó su andar y leyó varias tapas de diarios. Inminente conflicto armado entre China y Estados Unidos. Mejor sigo viajando, comentó a la ligerá. Entonces pensó en 50 años más. Y allí fue.
Al principio no lo notó, pero algo pasaba con su respiración. La imagen era tan impactante y estremecedora que Juan no prestó atención a la falta de oxígeno. La ciudad estaba reducida a escombros. Por donde la mirara no había más que restos de cuerpos, edificios derrumbados, calles destrozadas y baldosas reventadas. La vida brillaba por su ausencia.
Juan corrió y buscó alguna explicación. Mientras más se agitaba, mas difícil era respirar. Encontró un cadáver que llevaba un aparato de tubo de oxigeno colgado en la espalda. Pacientemente lo sacó y se lo ajustó a su cuerpo. Así pudo respirar mejor.
Caminó sin rumbo. Juan estaba cansado. Para él habían pasado pocas horas, pero para la humanidad habían sido doscientos años.
En esa caminata sin brújula Juan se metió en los restos de decenas de negocios en ruinas buscando alguna respuesta. En uno de ellos encontró un diario tirado entre muchos libros viejos y vetustos.
Fechado en 25 de junio de 2151, la nota principal del Buenos Aires Noticias decía La Tercera Guerra Mundial está en su punto más álgido. La crisis mundial se acrecienta luego de la bomba nuclear que China lanzó en Africa y que destruyó por completo todo ese continente. Informaciones extraoficiales indican que la cúpula militar de los Estados Unidos piensa en lanzar la llamada Gran Bomba, construida hace unos 60 años, luego de la Guerra con la India. De acuerdo a lo que establece un informe de la ONU sería el artefacto explosivo con más poder de destrucción masiva de la historia. Varios científicos afirman que de explotar, las consecuencias para el mundo podrían ser catastróficas, ya que su potencia es "similar a la de 2000 bombas de Hiroshima juntas", según afirmó uno de los investigadores. El presidente estadounidense Peter Brunnette expresó que "no está en nuestros planes utilizar la Gran Bomba, aunque muchos piensen lo contrario". Para los pesimistas su alcance destructivo podría abarcar a todo el planeta.
Juan sintió un escalofrío. El oxígeno ya se le estaba terminando. Entonces decidió volver a su lugar. No tengo opción, tengo que volver a 1959, no puedo ir más al futuro, susurró. Pensó en su madre y en su casa. Nada. Otra vez. Seguía allí. Su pensamiento tuvo un impulso mayor. Nada.
Juan, entonces, comprendió lo incomprensible. El don con el que había nacido, tenía una falla. Podía ir al futuro, pensar en cualquier fecha hacia adelante y trasladarse. Pero no podía transportarse hacia atrás. Cada salto temporal que daba, no tenía vuelta atrás.
Era tarde para Juan. Era el único ser vivo que quedaba en la tierra. Juan fue el testigo del fin de los tiempos. Se sacó el tubo, ya en ese momento inútil para su subsistencia. Su respiración disminuyó. El aire se fue apagando. Lentamente. Y ya no hubo nadie más.

Democracia tardía

Ucronía: relato que transcurre en una época alternativa a la contemporánea dando por supuestos eventos históricos que se desarrollaron en forma opuesta a la realidad.

El final de su vida llegó un domingo soleado. L. F. se despertó sabiendo que iba a ser el último desayuno. Se levantó y fue directo a la cocina. Abrió el barcito donde descansaban varias botellas de Johnny Walker. Sin testigos, destapó una. En un vaso de boca ancha, colocó dos hielos y vertió el líquido amarillento. Después, preparó café. Sacó de un armario su pistola Browning 9 mm. Se sentó en una mesa, desayunó, y colocó el arma al lado de la taza. Era el 4 de enero de 1985.
L.F. sabía que eran las últimas horas que le quedaban como presidente de facto de la Argentina. La situación militar, política y económica estaba colapsada. Su poder había sido licuado en un santiamén: Buenos Aires estaba en llamas literalmente luego de que un misil impactó en el medio de la ciudad.
El final de su dictadura empezó a terminar, paradójicamente, luego de ganar la guerra de Malvinas, en 1984. L.F. se sostuvo en el poder tras haber pulverizado el poderío inglés, luego de dos años de batallas cruentas e interminables en las frías islas. Más de 100 mil soldados argentinos, voluntarios y obligados, murieron en la lucha. El costo de la patriada fue de 10 mil millones de dólares, casi la totalidad de las reservas del Banco Central.
La guerra se ganó luego de que Estados Unidos, enemistado con Gran Bretaña y que hacía la vista gorda hacia las desmesuras del gobierno de L.F., no le brindó el apoyo económico que los ingleses esperaban, quienes quedaron huérfanos de financiamiento. A pesar de su histórico poderío, Inglaterra fue perdiendo batallas ante la tozudez argentina. El 21 de septiembre de 1984 los británicos aceptaron la derrota.
Con el pecho borracho de victoria, L.F. comenzó una escalada de aventuras utópicas que incluían, según dijo por cadena nacional días después, "apoderarse del Canal de Beagle, reconquistar la Banda Oriental robada hace un siglo por los piratas ingleses y lograr que la Argentina sea la potencia más grande del mundo".
Su modo de gobernar fue duro, agresivo y violento. De acuerdo a informes de varios diarios europeos se calcula que más de 60 mil personas fueron apresadas, torturadas y asesinadas durante su gobierno. El temor y la censura eran palpables.
La idea de una "Argentina superpotencia", lo llevó a entrar en una pelea, primero diplomática, y luego física con Uruguay. La guerra del Río de la Plata se libró desde el 20 de octubre de 1984 hasta el 3 de enero de 1985.
Argentina bombardeó a Montevideo desde el río más ancho del mundo. Informes periodísticos europeos calcularon que en los primeros ataques murieron entre 80 y 100 mil orientales. Pero la contraofensiva Uruguaya iba a golpear feo en los planes de L.F. Gracias a un pacto con los Estados Unidos, Uruguay consiguió misiles de última generación. 
El 25 de diciembre de 1984 se lanzó la "Operación Obelisco", y un cohete teledirigido se estrelló en el centro porteño: 500 mil muertos, un millón de heridos y el Obelisco destrozado. Ese día Uruguay ganó la guerra. La idea megalómana de L.F. había tocado fondo. Argentina capituló unos días después del ataque, el 3 de enero de 1985.
Un día después, L.F. puso punto final a su vida y a su gobierno de muerte y destrucción. Terminó su café, y de un solo trago bebió el whisky. Se paró frente a un espejo y miró su cara gastada y su figura maltratada por el alcohol. Tomó su pistola, apuntó a su sien y disparó. Una nueva era comenzó. La democracia se empezó a vislumbrar.


Relato publicado en la edición del 31 de diciembre de 2011 del Diario Perfil.

Pensamientos

Diccionario de la Real Academia Española. Pensamiento (definición): potencia o facultad de pensar. Pensar (del latín pensāre; definición): imaginar, considerar o discurrir.
Uf. Que calor, encima ahora me tengo que subir a ese 100 de porquería. No se puede laburar con 40 grados de calor, es insalubre... ¿Y este estúpido qué hace? ¿No se da cuenta que el semáforo está para mi? Nunca puedo cruzar esta Avenida pedorra.... Siempre lo mismo. ¡Por dios! No puede haber tanta gente en este bondi del orto.... Son las 9.30. Como siempre llego tarde. Menos mal que hoy es viernes. Mañana me pongo en pedo, después de la semana de mierda que tuve....Otra vez las mismas caras. ¿Y al forro este también lo tengo que saludar? Que falso. No lo puedo ver. ¿Por qué no me habrá tocado un compañero como la gente?... Encima tengo que aguantar a los clientes... Ahi viene el primer pelotudo de la mañana. ¡Pero más bien que te puedo responder una preguntita, pero no soy la guía Filcar!...Todos me tienen que preguntar a donde para el colectivo, donde está la calle Corrientes, donde está el Teatro Colón, ¿por qué mierda no se compran un plano de la ciudad esta manga de turistas de cuarta?... ¿Y este chabón...que cara! Uh, la concha de su madre, de todos los kioscos de la Capital tenían que venir a robar este...¡No, no, no! Yo le doy todo...Este pibe es un tarado, ¡dale la guita si no es tuya!...Uf...me duele...no puedo hablar...no puedo moverme...tengo frío...
Miércoles 20 de febrero de 2030. Desgrabación completa del chip 90.105. Incidente en Avenida Corrientes y Calle Suipacha. Robo a mano armada. Un muerto. Ningún detenido. Vícitma: Lucas Heredia, 24 años, masculino. Dos téstigos sin identificar. Abierta la investigación. Caso sin esclarecer. Comuníquese al Departamento de Investigación de Pensamientos de la Policía Federal.